domingo, 19 de mayo de 2013

¿Cómo te amo?

Deseo hablarles esta mañana acerca del amor como el de Cristo y de lo que a mi modo de ver tal tipo de amor puede y debe significar en relación a las amistades, el noviazgo, el cortejo y, a la larga, el matrimonio.

Encaro el tema con el pleno entendimiento de que es cierto lo que apenas hace un mes me dijo una recién casada: “¡Vaya si habrá cantidad de consejos al respecto!”. No es mi deseo el agregar sin razón más palabrería a esta abundante cantidad de consejos sobre el romance, pero creo que con la única excepción de ser miembros de la Iglesia, no existe afiliación más importante que la de “ser miembro de un matrimonio”, ni en esta tierra ni en la eternidad, y para los fieles, lo que no llega en esta vida llegará en la eternidad. Por lo cual, tal vez me perdonen ustedes el que, efectivamente, les dé más consejos, pero los consejos que deseo darles provienen de las Escrituras, del Evangelio, siendo éstos consejos válidos para los varones como para las mujeres. Nada tienen que ver con lo que está de moda, las opiniones populares o los truquitos amorosos, sino que tienen que ver sólo con la verdad. Así que les ruego que esta mañana me permitan colocar la amistad, el noviazgo y el matrimonio a la luz de las Escrituras y también comunicarles lo que es el amor verdadero.

Después de su maravilloso discurso sobre la caridad, Mormón nos dice en el séptimo capítulo de Moroni que ésta, la más elevada de todas las virtudes cristianas,deberá conocerse más correctamente como “el amor puro de Cristo”…y permanece para siempre; y a quien la posea en el postrer día, le irá bien.

La caridad verdadera, el amor absolutamente puro y perfecto de Cristo, sólo se ha exhibido una vez en la historia del mundo: por medio de Cristo mismo, el Hijo viviente del Dios viviente. Mormón describe ese amor de Cristo con bastante detalle, así como lo hizo el apóstol Pablo algunos años antes al escribir su epístola a los corintios en la época del Nuevo Testamento. Al igual que con todas las cosas, el único que logró hacer todo totalmente bien, de manera perfecta, amando de la manera que todos intentamos amar fue Cristo, pero a pesar de que no logramos esa perfección, la norma divina se ha establecido.Dicha norma representa una meta por la cual debemos seguir esmerándonos, luchando, y con certeza, se trata de una meta que debemos apreciar continuamente.

Al hablar de este tema, permítanme recordarles que, tal como Mormón enseñó claramente, este amor, facultad, capacidad y correspondencia que todos deseamos tan vehementemente es un don. Se otorga, como dijo Mormón, lo cual implica que no viene sin esfuerzo y sin paciencia, pero al igual que la salvación misma, se trata en realidad de un don que Dios da a los “discípulos verdaderos de su Hijo Jesucristo”. Las soluciones a los problemas de la vida siempre provienen del Evangelio, tanto así que no sólo las respuestas se encuentran en Cristo, sino también el poder, el don, el otorgamiento, el milagro de dar y de recibir dichas preguntas. En lo que al amor se refiere, no existe doctrina más alentadora que esa.

El título de mi discurso proviene del maravilloso soneto “¿Cómo te amo?” de la Sra. Browning (Elizabeth Barrett Browning, Sonnets from the Portuguese, 1850, núm. 43). En esta ocasión no voy a entrar en detalles, pero me llama la atención el adverbio que escogió la poetisa; no escogió cuándo te amo, ni dónde te amo, ni por qué te amo, ni por qué no me amas, sino cómo. ¿Cómo te lo demuestro? ¿Cómo te revelo el verdadero amor que siento por ti? La Sra. Browning tenía razón: el amor verdadero se evidencia mejor en el “cómo”, y es precisamente con el “cómo” que Mormón y Pablo nos sirven de más ayuda.

El primer elemento del amor divino, del amor puro, que estos dos profetas enseñan es la benignidad, la abnegación, la falta de interés por sí mismo, de vanidad y de egocentrismo que consume. “Y la caridad es sufrida yes benigna, y no tiene envidia, ni se envanece, no busca lo suyo…”. He escuchado al presidente Hinckley enseñar en público y en privado lo que supongo que han enseñado todos los líderes: la mayoría de los problemas en el amor y en el matrimonio en realidad comienzan con el egoísmo. No es de sorprenderse que este comentario de las Escrituras —en el cual se esboza ese amor ideal que Cristo, el hombre más abnegado que jamás vivió, dio como ejemplo—comience por este punto.

Son muchas las cualidades que deben buscar en un amigo o en un novio (y está de más decir que en un cónyuge y compañero eterno), pero ciertamente figurará entre las primeras y las más básicas el que la persona sea sensible y atenta para con los demás, características mínimas de la abnegación que evidencian compasión y cortesía. “La mejor parte en la vida del hombre es su… bondad”, escribió el Sr. William Wordsworth (Lines Composed a Few Miles Above Tintern Abbey, 1798, versos 33–35). En todos nosotros abundan las limitaciones que esperamos que nuestra pareja pase por alto. Supongo que nadie tiene la apariencia o el dinero o la inteligencia para los estudios o la gracia en el habla que quisiera tener, pero en un mundo de tantos talentos y suertes que no siempre podemos controlar, me parece que lo que nos hace más atractivos son las cualidades que sí podemos controlar, tales como el ser atentos y pacientes, el hablar con amabilidad y el deleitarnos en los logros ajenos. No nos cuesta nada tener esos gestos, pero para quien los recibe, pueden significar todo.

Me gusta que Mormón y Pablo nos indiquen que el individuo que realmente ama, no “se envanece”. ¡No se envanece! Fantástica la idea, ¿verdad? ¿Nunca han estado con alguien que es tan presumido y vano que parecía tener un cartel con las palabras “yo me quiero a mí”? El Sr. Fred Allen observó que ese tipo de persona cree poder salir a pasear en el día de los enamorados tomándose su propia mano. El amor verdadero florece cuando nos importa más la otra persona que nosotros mismos. Esa clase de amor se ve en el gran ejemplo de la expiación de Cristo, y debería verse más en la bondad que mostramos, el respeto que damos, la abnegación y la cortesía que evidenciamos en nuestras relaciones. El amor es frágil, y existen elementos en la vida que procuran destruirlo. Es mucho el daño que se puede hacer si no nos encontramos en manos tiernas y bondadosas. El entregarnos por total a otra persona, como lo hacemos en el matrimonio, es el paso de todas las relaciones humanas que mayor confianza requiere, ya que se trata de un acto de verdadera fe, una fe que todos debemos estar dispuesto a ejercer.

Si lo hacemos bien, compartimos todo con la otra persona: nuestras esperanzas, miedos, sueños, flaquezas y alegrías. No puede haber noviazgo serio, ningún compromiso o matrimonio que valga la pena si no invertimos todo lo que tenemos, y de ese modo nos depositamos toda nuestra confianza en la persona que amamos. No se puede hallar el éxito en el amor si, por las dudas, nos mantenemos aunque sea un poco aislados emocionalmente. La naturaleza misma de la relación hace necesario que uno se aferre al otro con todas sus fuerzas y que ambos se lancen juntos a la piscina. Teniendo eso en mente, y también el llamado de Moroni en pro del amor puro, deseo recalcar lo vulnerable y delicado que es el futuro del compañero que les acompaña, cuyo futuro se coloca en las manos de ustedes con el fin de que lo resguarden, sea hombre o mujer, porque se aplica en ambos casos.

Mi señora y yo llevamos casi 37 años de casados, o sea que nos faltan unos seis años para haber estado juntos el doble de tiempo del que estuvimos separados. No sé todo sobre ella, pero he aprendido bastante en 37 años, así como ella ha aprendido. Sé lo que le gusta y lo que no, así como ella lo sabe de mí. Conozco sus gustos, intereses, anhelos y sueños, así como ella conoce los míos. A medida que nuestro amor ha aumentado y nuestra relación ha madurado, ha ido aumentando nuestra franqueza respecto a esas cosas. El resultado es que ahora entiendo con mayor claridad cómo ayudarla, y, si quisiera, exactamente cómo herirla. En la honestidad de nuestro amor —un amor que no puede ser verdaderamente como el de Cristo si no hay devoción total—, no cabe duda que Dios me tendrá por responsable de cualquier daño que yo le cause a ella si intencionalmente la exploto o hiero después de que ella ha depositado tanta confianza en mí, habiéndose despojado hace mucho tiempo de cualquier tipo de barrera de protección, a fin de que podamos ser “una carne”, como dice el pasaje de las Escrituras. Si yo le colocase trabas o la aplacara en cualquier forma con el fin de anteponerme a ella o de satisfacer mi vanidad o de sentir que la domino emocionalmente, eso debería descalificarme de inmediato de ser su esposo. De hecho, debería condenar mi alma miserable a una prisión eterna en ese edificio grande y espacioso que, según Lehi, es la cárcel de quienes están llenos de “vanas ilusiones” y del “orgullo del mundo”. ¡Con razón el edificio está ubicado al lado contrario al del árbol de la vida que representa el amor de Dios! Cristo jamás fue envidioso ni jactancioso, ni se vio consumido en la satisfacción de sus propias necesidades.

Ni siquiera una sola vez, ni una, procuró sacar ventaja abusando de otro; por lo contrario, se deleitó en la felicidad de los demás, en la felicidad que Él les podía dar. Él fue por siempre bondadoso. En el cortejo, yo les recomendaría que no pasaran ni cinco minutos con alguien que los desprecie, que los critique constantemente, que les sea cruel y tenga la audacia de llamarlo humor. La vida de por sí es dura, por lo cual no necesitan estar con alguien que, aunque se supone que los ama, esté constantemente minándoles la autoestima, el sentido de dignidad, la confianza y la alegría. Cuando estén en manos de esta persona, ustedes tienen el derecho a sentirse a salvo físicamente y seguros emocionalmente.

Los miembros de la Primera Presidencia han enseñado que “cualquier maltrato a cualquier mujer no es digno de ningún poseedor del sacerdocio” y que “[ay de] cualquier hombre poseedor del sacerdocio de Dios que de cualquier forma maltrate a su esposa, que degrade, o hiera, o se aproveche indebidamente de… mujer” alguna, lo cual incluye a amigas, muchachas con las que salgan, novias, prometidas y, claro está, esposas (James E. Faust, “El más elevado lugar de honor”, Liahona, julio de 1988, pág. 39, y Gordon B. Hinckley, “El bien frente al mal”, Liahona, enero de 1983, pág. 145).

Así sea que cuando vayan a salir sólo a comer o a practicar algún deporte, vayan con alguien con quien puedan divertirse de manera buena y sana. Por otro lado, cuando salgan en plano de noviazgo, o con alguien que podría llegar a ser su novio, les pido que por favor lo hagan con una persona que les inspire a superarse y que no sienta celos del éxito que ustedes puedan tener, que sea con alguien que sufra cuando ustedes sufren y a quien la felicidad de ustedes le provoque felicidad propia.

La segunda parte de esta enseñanza en Moroni 7:45 que las Escrituras nos presentan sobre el amor dice que la caridad verdadera, o sea, el amor verdadero “…no se irrita fácilmente, no piensa el mal, no se regocija en la iniquidad”. Piensen en la cantidad de discusiones y de sentimientos heridos que se podrían salvar, de personas que se podrían empezar a hablar de nuevo y, en el mejor de los casos, de separaciones y divorcios que se podrían evitar, si no nos enojáramos tan fácilmente, si no pensáramos lo malo de los demás y si, además de no regocijarnos en la iniquidad, ni siquiera nos regocijáramos en las pequeñas equivocaciones.
Las rabietas no son agradables ni siquiera en el caso de los niños, y son odiosas en los adultos, en particular si se trata de adultos que supuestamente se aman. Nos enfadamos con demasiada facilidad. Somos demasiado propensos a pensar que nuestro compañero nos quiso hacer un daño, un mal, como quien dice. Y por estar a la defensiva o responder con celos, con demasiada frecuencia nos regocijamos cuando vemos que él se equivoca o nos damos cuenta que él tiene la culpa. Seamos más disciplinados en lo que concierne a este asunto, actuando como personas un poco más maduras. Si es necesario, muérdanse la lengua. “Mejor es el que tarda en airarse que el fuerte; y el que se enseñorea de su espíritu, que el que toma una ciudad” (Proverbios 16:32). Tal vez una de las cosas que marca la diferencia entre un matrimonio mediocre y uno grandioso es que en el caso del matrimonio grandioso, los cónyuges pasan por alto algunas cosas sin hacer comentarios y sin reaccionar.

Anteriormente hice mención de Shakespeare. Cuando alguien pronuncia un discurso sobre el amor y el romance, no está de más esperar que se haga alguna referencia a Romeo y Julieta, pero permítanme hacer referencia a una historia mucho menos virtuosa. En el caso de Romeo y Julieta, el desenlace fue el resultado de la inocencia descarriada, una especie de yerro triste y desconsolador entre dos familias que debieron ejercer mejor juicio, pero en el relato de Otelo y Desdémona, la angustia y la destrucción son calculadas, impulsadas por la malicia desde el principio. De todos los villanos que aparecen en las obras de Shakespeare, y tal vez en toda la literatura, no aborrezco a ninguno como a Yago. Incluso la mención de su nombre me hace pensar en el mal, o por lo menos su nombre ha llegado a asociarse con el mal. ¿Y en qué consiste su mal, y la susceptibilidad trágica, casi inexcusable, que Otelo le tiene a tal mal? Consiste en la violación de Moroni 7 y 1 Corintios 13. Entre otras cosas, pensaron que había mal en donde no había, aceptaron una maldad imaginada. Estos villanos no se regocijaron “en la verdad”. Refiriéndose a la inocente Desdémona, Yago dijo lo siguiente: “Así la enviscaré en su propia virtud y extraeré de su propia generosidad la red que [capture] a todos en la trampa” (William Shakespeare, Otelo, el moro, acto segundo, escena tercera, versos 366–368).

Sembrando la duda y las insinuaciones endiabladas, fomentando los celos y el engaño y finalmente la ira asesina, Yago logra hacer que Otelo le quite la vida a Desdémona, convirtiendo a la virtud en visco, a la bondad en una mortal red. Ahora bien, gracias al cielo, esta mañana y en este lugar algo inocente, no estamos hablando de la infidelidad, real o imaginada, ni del asesinato, pero dado que estamos en un lugar donde se fomenta el aprendizaje universitario, desglosemos las enseñanzas que se nos presentan. Piensen lo mejor de los demás, especialmente de los que ustedes aman. Den por sentado lo bueno y pongan en duda lo malo. Nutran dentro de ustedes mismos lo que Abraham Lincoln llamó “lo más noble y santo de nuestra naturaleza” (Primer discurso inaugural, 4 de marzo de 1861). Otelo se pudo haber salvado, incluso en el último momento, cuando besó a Desdémona y su pureza resultó tan evidente. “¡Oh, [beso] que casi persuade a la justicia a romper su espada!” declaró Otelo (acto quinto, escena segunda, versos 16–17).
Pues bien, él hubiera podido evitar la muerte de ella y su propio suicidio consecuente si hubiera roto lo que él llamó la espada de la justicia en lugar de, por así decirlo, ajusticiarla a ella. Este relato trágico y triste que nos llega de los días de la reina Elizabeth de Inglaterra pudo haber tenido un desenlace esplendoroso y feliz si un hombre no hubiera pensado el mal y no hubiera ejercido su influencia para hacer que otro pensara el mal, si un hombre no se hubiera regocijado en la iniquidad sino en la verdad.

En tercer lugar, y por último, los profetas nos dicen que el amor verdadero “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13:7). Una vez más, lo que tenemos aquí es en realidad una descripción del amor de Cristo; Él es el ejemplo perfecto de alguien que sufrió y creyó y esperó y soportó. A nosotros se nos extiende la invitación de hacer lo mismo en el cortejo y en el matrimonio, hasta donde nos sea posible. Soporten. Esperen. Hay cosas en la vida que quedan fuera de nuestro control, y esas son las que se deben soportar. En el amor y en la vida matrimonial, hay ciertas decepciones con las que tenemos que vivir, hay ciertas situaciones en la vida que nadie quiere enfrentar, pero que cuando ocurren, hay que soportarlas, creyendo y esperando que las angustias y dificultades lleguen a su fin; hay que soportar hasta que al final, las cosas se arreglen. Uno de los grandes objetivos del amor verdadero es ayudarse el uno al otro en esos momentos difíciles.

Nadie debería enfrentar esas pruebas solo. Podemos soportar casi todo si tenemos a alguien a nuestro lado que nos ama de verdad y que nos aliviana la carga. Al respecto, un amigo que enseña en BYU, el profesor Brent Barlow, me comentó algo sobre las marcas que se pintan en los cascos de los barcos para indicar la cantidad máxima de cargamento que los navíos pueden llevar sin hundirse. Cuando era joven y vivía en Inglaterra, Samuel Plimsoll disfrutaba de ver cómo cargaban y descargaban los barcos. Pronto advirtió que, sin importar cuánto espacio tuviera la nave para cargamento, todo barco tenía su capacidad máxima, capacidad que si era excedida, probablemente resultara en que el navío se hundiera en alta mar. En 1868, Plimsoll pasó a formar parte del parlamento, e hizo aprobar la ley de transporte marítimo mercantil, según la cual, entre otras cosas, se habían de hacer cálculos que determinaran cuánto cargamento podía transportar cada embarcación, con el resultado de que en Inglaterra se comenzaron a trazar en el casco de cada nave las marcas que ya mencioné. Cuando se colocaba el cargamento en la nave, la embarcación se hundía de a poco hasta que el agua llegaba a las marcas de Plimsoll, momento en que se consideraba que el barco había llegado a su capacidad máxima, sin importar cuanto espacio vacío sobraba. El resultado fue que el número de británicos que morían en alta mar se redujo en gran manera.

Al igual que los navíos, las personas tienen diferente capacidad en momentos diferentes e incluso en días diferentes. Es así que en nuestras relaciones debemos trazar nuestras propias marcas de Plimsoll y ayudar a determinar las de nuestros seres queridos.

Juntos debemos prestar atención a los niveles de carga y, cuando veamos que nuestro amado se hunde, ayudar a desechar parte de la carga o ajustarla. Una vez que la nave del amor se encuentre estable nuevamente, podremos hacer una evaluación de lo que se puede conservar a largo plazo, lo que puede dejarse para más tarde y lo que debe abandonarse. Los amigos, los novios y los cónyuges deben tener la habilidad de prestar atención constante a las presiones de cada uno y de reconocer las etapas cambiantes de la vida. Tenemos el deber del uno para con el otro de establecer ciertos límites y de ayudar a deshacernos de ciertas cosas si éstas arriesgan la salud emocional y la fortaleza de la relación amorosa. Recuerden que el amor puro “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”, y ayuda a los seres queridos a hacer lo mismo.

A modo de conclusión: En sus palabras de testimonio finales, Mormón y Pablo declaran que “la caridad [o el amor puro] nunca deja de ser” (Moroni 7:46, 1 Corintios 13:8). Tal amor perdura en las buenas y en las malas, cuando hace sol y cuando hay tormenta. Nunca deja de ser. Cristo nos amó de esa manera, y es así que Él anhela que nos amemos los unos a los otros, lo cual queda claro en una instrucción final que dio a sus discípulos de todas las épocas: “Un nuevo mandamiento os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado” (Juan 13:34; cursiva agregada). Por supuesto, ese poder de perseverancia como el de Cristo, en el romance y el matrimonio, requiere que demos más de lo que realmente tenemos, puesto que requiere algo adicional: una dádiva celestial. Recuerden que Mormón prometió que tal amor, el amor que cada uno anhela y al cual se aferra, se otorga a los discípulos verdaderos de Cristo. ¿Desean ustedes capacidad, seguridad y protección en el noviazgo y en el romance, en la vida matrimonial y en la eternidad?.

Sean fieles discípulos de Jesús. Sean Santos de los Últimos Días genuinos y devotos de palabra y hechos. Crean que su fe tiene que ver en todo lo relacionado con su romance, porque así es. Separar el noviazgo del discipulado es riesgoso, o en palabras más positivas, Jesucristo, la Luz del Mundo, es la única lámpara con la cual pueden ver con éxito el sendero del amor y la felicidad de ustedes y de su ser amado. ¿Cómo te debo amar? Así cómo Él lo hace, de la manera que “nunca deja de ser”. De ello testifico, en el nombre de Jesucristo. Amén.

*Brigham Young University (1999–2000 Speeches, págs. 158–162)

Élder y Hermana Holland

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