Deseo hablarles esta mañana acerca del amor como el de
Cristo y de lo que a mi modo de ver tal tipo de amor puede y debe significar en
relación a las amistades, el noviazgo, el cortejo y, a la larga, el matrimonio.
Encaro el tema con el pleno entendimiento de que es cierto
lo que apenas hace un mes me dijo una recién casada: “¡Vaya si habrá cantidad
de consejos al respecto!”. No es mi deseo el agregar sin razón más palabrería a
esta abundante cantidad de consejos sobre el romance, pero creo que con la
única excepción de ser miembros de la Iglesia, no existe afiliación más
importante que la de “ser miembro de un matrimonio”, ni en esta tierra ni en la
eternidad, y para los fieles, lo que no llega en esta vida llegará en la
eternidad. Por lo cual, tal vez me perdonen ustedes el que, efectivamente, les
dé más consejos, pero los consejos que deseo darles provienen de las
Escrituras, del Evangelio, siendo éstos consejos válidos para los varones como
para las mujeres. Nada tienen que ver con lo que está de moda, las opiniones
populares o los truquitos amorosos, sino que tienen que ver sólo con la verdad.
Así que les ruego que esta mañana me permitan colocar la amistad, el noviazgo y
el matrimonio a la luz de las Escrituras y también comunicarles lo que es el
amor verdadero.
Después de su maravilloso discurso sobre la caridad, Mormón
nos dice en el séptimo capítulo de Moroni que ésta, la más elevada de todas las
virtudes cristianas,deberá conocerse más correctamente como “el amor puro de
Cristo”…y permanece para siempre; y a quien la posea en el postrer día, le irá
bien.
La caridad verdadera, el amor absolutamente puro y perfecto
de Cristo, sólo se ha exhibido una vez en la historia del mundo: por medio de
Cristo mismo, el Hijo viviente del Dios viviente. Mormón describe ese amor de
Cristo con bastante detalle, así como lo hizo el apóstol Pablo algunos años
antes al escribir su epístola a los corintios en la época del Nuevo Testamento.
Al igual que con todas las cosas, el único que logró hacer todo totalmente
bien, de manera perfecta, amando de la manera que todos intentamos amar fue
Cristo, pero a pesar de que no logramos esa perfección, la norma divina se ha
establecido.Dicha norma representa una meta por la cual debemos seguir
esmerándonos, luchando, y con certeza, se trata de una meta que debemos
apreciar continuamente.
Al hablar de este tema, permítanme recordarles que, tal como
Mormón enseñó claramente, este amor, facultad, capacidad y correspondencia que
todos deseamos tan vehementemente es un don. Se otorga, como dijo Mormón, lo
cual implica que no viene sin esfuerzo y sin paciencia, pero al igual que la
salvación misma, se trata en realidad de un don que Dios da a los “discípulos
verdaderos de su Hijo Jesucristo”. Las soluciones a los problemas de la vida
siempre provienen del Evangelio, tanto así que no sólo las respuestas se
encuentran en Cristo, sino también el poder, el don, el otorgamiento, el
milagro de dar y de recibir dichas preguntas. En lo que al amor se refiere, no
existe doctrina más alentadora que esa.
El título de mi discurso proviene del maravilloso soneto
“¿Cómo te amo?” de la Sra. Browning (Elizabeth Barrett Browning, Sonnets from
the Portuguese, 1850, núm. 43). En esta ocasión no voy a entrar en detalles,
pero me llama la atención el adverbio que escogió la poetisa; no escogió cuándo
te amo, ni dónde te amo, ni por qué te amo, ni por qué no me amas, sino cómo.
¿Cómo te lo demuestro? ¿Cómo te revelo el verdadero amor que siento por ti? La
Sra. Browning tenía razón: el amor verdadero se evidencia mejor en el “cómo”, y
es precisamente con el “cómo” que Mormón y Pablo nos sirven de más ayuda.
El primer elemento del amor divino, del amor puro, que estos
dos profetas enseñan es la benignidad, la abnegación, la falta de interés por
sí mismo, de vanidad y de egocentrismo que consume. “Y la caridad es sufrida yes benigna, y no tiene envidia, ni se envanece, no busca lo suyo…”. He escuchado al presidente Hinckley enseñar en público y en privado lo
que supongo que han enseñado todos los líderes: la mayoría de los problemas en
el amor y en el matrimonio en realidad comienzan con el egoísmo. No es de
sorprenderse que este comentario de las Escrituras —en el cual se esboza ese
amor ideal que Cristo, el hombre más abnegado que jamás vivió, dio como ejemplo—comience
por este punto.
Son muchas las cualidades que deben buscar en un amigo o en
un novio (y está de más decir que en un cónyuge y compañero eterno), pero
ciertamente figurará entre las primeras y las más básicas el que la persona sea
sensible y atenta para con los demás, características mínimas de la abnegación
que evidencian compasión y cortesía. “La mejor parte en la vida del hombre es
su… bondad”, escribió el Sr. William Wordsworth (Lines Composed a Few Miles
Above Tintern Abbey, 1798, versos 33–35). En todos nosotros abundan las
limitaciones que esperamos que nuestra pareja pase por alto. Supongo que nadie
tiene la apariencia o el dinero o la inteligencia para los estudios o la gracia
en el habla que quisiera tener, pero en un mundo de tantos talentos y suertes
que no siempre podemos controlar, me parece que lo que nos hace más atractivos
son las cualidades que sí podemos controlar, tales como el ser atentos y
pacientes, el hablar con amabilidad y el deleitarnos en los logros ajenos. No
nos cuesta nada tener esos gestos, pero para quien los recibe, pueden
significar todo.
Me gusta que Mormón y Pablo nos indiquen que el individuo
que realmente ama, no “se envanece”. ¡No se envanece! Fantástica la idea,
¿verdad? ¿Nunca han estado con alguien que es tan presumido y vano que parecía
tener un cartel con las palabras “yo me quiero a mí”? El Sr. Fred Allen observó
que ese tipo de persona cree poder salir a pasear en el día de los enamorados
tomándose su propia mano. El amor verdadero florece cuando nos importa más la
otra persona que nosotros mismos. Esa clase de amor se ve en el gran ejemplo de
la expiación de Cristo, y debería verse más en la bondad que mostramos, el
respeto que damos, la abnegación y la cortesía que evidenciamos en nuestras
relaciones. El amor es frágil, y existen elementos en la vida que procuran
destruirlo. Es mucho el daño que se puede hacer si no nos encontramos en manos
tiernas y bondadosas. El entregarnos por total a otra persona, como lo hacemos
en el matrimonio, es el paso de todas las relaciones humanas que mayor
confianza requiere, ya que se trata de un acto de verdadera fe, una fe que
todos debemos estar dispuesto a ejercer.
Si lo hacemos bien, compartimos todo con la otra persona:
nuestras esperanzas, miedos, sueños, flaquezas y alegrías. No puede haber
noviazgo serio, ningún compromiso o matrimonio que valga la pena si no
invertimos todo lo que tenemos, y de ese modo nos depositamos toda nuestra
confianza en la persona que amamos. No se puede hallar el éxito en el amor si,
por las dudas, nos mantenemos aunque sea un poco aislados emocionalmente. La
naturaleza misma de la relación hace necesario que uno se aferre al otro con
todas sus fuerzas y que ambos se lancen juntos a la piscina. Teniendo eso en
mente, y también el llamado de Moroni en pro del amor puro, deseo recalcar lo
vulnerable y delicado que es el futuro del compañero que les acompaña, cuyo
futuro se coloca en las manos de ustedes con el fin de que lo resguarden, sea
hombre o mujer, porque se aplica en ambos casos.
Mi señora y yo llevamos casi 37 años de casados, o sea que
nos faltan unos seis años para haber estado juntos el doble de tiempo del que
estuvimos separados. No sé todo sobre ella, pero he aprendido bastante en 37
años, así como ella ha aprendido. Sé lo que le gusta y lo que no, así como ella
lo sabe de mí. Conozco sus gustos, intereses, anhelos y sueños, así como ella
conoce los míos. A medida que nuestro amor ha aumentado y nuestra relación ha
madurado, ha ido aumentando nuestra franqueza respecto a esas cosas. El
resultado es que ahora entiendo con mayor claridad cómo ayudarla, y, si
quisiera, exactamente cómo herirla. En la honestidad de nuestro amor —un amor
que no puede ser verdaderamente como el de Cristo si no hay devoción total—, no
cabe duda que Dios me tendrá por responsable de cualquier daño que yo le cause
a ella si intencionalmente la exploto o hiero después de que ella ha depositado
tanta confianza en mí, habiéndose despojado hace mucho tiempo de cualquier tipo
de barrera de protección, a fin de que podamos ser “una carne”,
como dice el pasaje de las Escrituras. Si yo le colocase trabas o la aplacara
en cualquier forma con el fin de anteponerme a ella o de satisfacer mi vanidad
o de sentir que la domino emocionalmente, eso debería descalificarme de
inmediato de ser su esposo. De hecho, debería condenar mi alma miserable a una
prisión eterna en ese edificio grande y espacioso que, según Lehi, es la cárcel
de quienes están llenos de “vanas ilusiones” y del “orgullo del mundo”. ¡Con razón el edificio está ubicado al lado contrario al del
árbol de la vida que representa el amor de Dios! Cristo jamás fue envidioso ni
jactancioso, ni se vio consumido en la satisfacción de sus propias necesidades.
Ni siquiera una sola vez, ni una, procuró sacar ventaja
abusando de otro; por lo contrario, se deleitó en la felicidad de los demás, en
la felicidad que Él les podía dar. Él fue por siempre bondadoso. En el cortejo,
yo les recomendaría que no pasaran ni cinco minutos con alguien que los
desprecie, que los critique constantemente, que les sea cruel y tenga la
audacia de llamarlo humor. La vida de por sí es dura, por lo cual no necesitan
estar con alguien que, aunque se supone que los ama, esté constantemente
minándoles la autoestima, el sentido de dignidad, la confianza y la alegría.
Cuando estén en manos de esta persona, ustedes tienen el derecho a sentirse a
salvo físicamente y seguros emocionalmente.
Los miembros de la Primera Presidencia han enseñado que
“cualquier maltrato a cualquier mujer no es digno de ningún poseedor del
sacerdocio” y que “[ay de] cualquier hombre poseedor del sacerdocio de Dios que
de cualquier forma maltrate a su esposa, que degrade, o hiera, o se aproveche
indebidamente de… mujer” alguna, lo cual incluye a amigas, muchachas con las
que salgan, novias, prometidas y, claro está, esposas (James E. Faust, “El más
elevado lugar de honor”, Liahona, julio de 1988, pág. 39, y Gordon B. Hinckley,
“El bien frente al mal”, Liahona, enero de 1983, pág. 145).
Así sea que cuando vayan a salir sólo a comer o a practicar
algún deporte, vayan con alguien con quien puedan divertirse de manera buena y
sana. Por otro lado, cuando salgan en plano de noviazgo, o con alguien que
podría llegar a ser su novio, les pido que por favor lo hagan con una persona
que les inspire a superarse y que no sienta celos del éxito que ustedes puedan
tener, que sea con alguien que sufra cuando ustedes sufren y a quien la
felicidad de ustedes le provoque felicidad propia.
La segunda parte de esta enseñanza en Moroni 7:45 que las
Escrituras nos presentan sobre el amor dice que la caridad verdadera, o sea, el
amor verdadero “…no se irrita fácilmente, no piensa el mal, no se regocija en
la iniquidad”. Piensen en la cantidad de discusiones y de sentimientos heridos
que se podrían salvar, de personas que se podrían empezar a hablar de nuevo y,
en el mejor de los casos, de separaciones y divorcios que se podrían evitar, si
no nos enojáramos tan fácilmente, si no pensáramos lo malo de los demás y si,
además de no regocijarnos en la iniquidad, ni siquiera nos regocijáramos en las
pequeñas equivocaciones.
Las rabietas no son agradables ni siquiera en el caso de los
niños, y son odiosas en los adultos, en particular si se trata de adultos que
supuestamente se aman. Nos enfadamos con demasiada facilidad. Somos demasiado
propensos a pensar que nuestro compañero nos quiso hacer un daño, un mal, como
quien dice. Y por estar a la defensiva o responder con celos, con demasiada
frecuencia nos regocijamos cuando vemos que él se equivoca o nos damos cuenta que
él tiene la culpa. Seamos más disciplinados en lo que concierne a este asunto,
actuando como personas un poco más maduras. Si es necesario, muérdanse la
lengua. “Mejor es el que tarda en airarse que el fuerte; y el que se enseñorea
de su espíritu, que el que toma una ciudad” (Proverbios 16:32). Tal vez una de
las cosas que marca la diferencia entre un matrimonio mediocre y uno grandioso
es que en el caso del matrimonio grandioso, los cónyuges pasan por alto algunas
cosas sin hacer comentarios y sin reaccionar.
Anteriormente hice mención de Shakespeare. Cuando alguien
pronuncia un discurso sobre el amor y el romance, no está de más esperar que se
haga alguna referencia a Romeo y Julieta, pero permítanme hacer referencia a
una historia mucho menos virtuosa. En el caso de Romeo y Julieta, el desenlace
fue el resultado de la inocencia descarriada, una especie de yerro triste y
desconsolador entre dos familias que debieron ejercer mejor juicio, pero en el
relato de Otelo y Desdémona, la angustia y la destrucción son calculadas,
impulsadas por la malicia desde el principio. De todos los villanos que
aparecen en las obras de Shakespeare, y tal vez en toda la literatura, no
aborrezco a ninguno como a Yago. Incluso la mención de su nombre me hace pensar
en el mal, o por lo menos su nombre ha llegado a asociarse con el mal. ¿Y en
qué consiste su mal, y la susceptibilidad trágica, casi inexcusable, que Otelo
le tiene a tal mal? Consiste en la violación de Moroni 7 y 1 Corintios 13.
Entre otras cosas, pensaron que había mal en donde no había, aceptaron una
maldad imaginada. Estos villanos no se regocijaron “en la verdad”. Refiriéndose
a la inocente Desdémona, Yago dijo lo siguiente: “Así la enviscaré en su propia
virtud y extraeré de su propia generosidad la red que [capture] a todos en la
trampa” (William Shakespeare, Otelo, el moro, acto segundo, escena tercera,
versos 366–368).
Sembrando la duda y las insinuaciones endiabladas,
fomentando los celos y el engaño y finalmente la ira asesina, Yago logra hacer
que Otelo le quite la vida a Desdémona, convirtiendo a la virtud en visco, a la
bondad en una mortal red. Ahora bien, gracias al cielo, esta mañana y en este
lugar algo inocente, no estamos hablando de la infidelidad, real o imaginada,
ni del asesinato, pero dado que estamos en un lugar donde se fomenta el
aprendizaje universitario, desglosemos las enseñanzas que se nos presentan.
Piensen lo mejor de los demás, especialmente de los que ustedes aman. Den por
sentado lo bueno y pongan en duda lo malo. Nutran dentro de ustedes mismos lo
que Abraham Lincoln llamó “lo más noble y santo de nuestra naturaleza” (Primer
discurso inaugural, 4 de marzo de 1861). Otelo se pudo haber salvado, incluso
en el último momento, cuando besó a Desdémona y su pureza resultó tan evidente.
“¡Oh, [beso] que casi persuade a la justicia a romper su espada!” declaró Otelo
(acto quinto, escena segunda, versos 16–17).
Pues bien, él hubiera podido evitar la muerte de ella y su
propio suicidio consecuente si hubiera roto lo que él llamó la espada de la
justicia en lugar de, por así decirlo, ajusticiarla a ella. Este relato trágico
y triste que nos llega de los días de la reina Elizabeth de Inglaterra pudo
haber tenido un desenlace esplendoroso y feliz si un hombre no hubiera pensado
el mal y no hubiera ejercido su influencia para hacer que otro pensara el mal,
si un hombre no se hubiera regocijado en la iniquidad sino en la verdad.
En tercer lugar, y por último, los profetas nos dicen que el
amor verdadero “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”
(1 Corintios 13:7). Una vez más, lo que tenemos aquí es en realidad una
descripción del amor de Cristo; Él es el ejemplo perfecto de alguien que sufrió
y creyó y esperó y soportó. A nosotros se nos extiende la invitación de hacer
lo mismo en el cortejo y en el matrimonio, hasta donde nos sea posible.
Soporten. Esperen. Hay cosas en la vida que quedan fuera de nuestro control, y
esas son las que se deben soportar. En el amor y en la vida matrimonial, hay
ciertas decepciones con las que tenemos que vivir, hay ciertas situaciones en
la vida que nadie quiere enfrentar, pero que cuando ocurren, hay que
soportarlas, creyendo y esperando que las angustias y dificultades lleguen a su
fin; hay que soportar hasta que al final, las cosas se arreglen. Uno de los
grandes objetivos del amor verdadero es ayudarse el uno al otro en esos
momentos difíciles.
Nadie debería enfrentar esas pruebas solo. Podemos soportar
casi todo si tenemos a alguien a nuestro lado que nos ama de verdad y que nos
aliviana la carga. Al respecto, un amigo que enseña en BYU, el profesor Brent
Barlow, me comentó algo sobre las marcas que se pintan en los cascos de los
barcos para indicar la cantidad máxima de cargamento que los navíos pueden
llevar sin hundirse. Cuando era joven y vivía en Inglaterra, Samuel Plimsoll
disfrutaba de ver cómo cargaban y descargaban los barcos. Pronto advirtió que,
sin importar cuánto espacio tuviera la nave para cargamento, todo barco tenía
su capacidad máxima, capacidad que si era excedida, probablemente resultara en
que el navío se hundiera en alta mar. En 1868, Plimsoll pasó a formar parte del
parlamento, e hizo aprobar la ley de transporte marítimo mercantil, según la
cual, entre otras cosas, se habían de hacer cálculos que determinaran cuánto
cargamento podía transportar cada embarcación, con el resultado de que en
Inglaterra se comenzaron a trazar en el casco de cada nave las marcas que ya
mencioné. Cuando se colocaba el cargamento en la nave, la embarcación se hundía
de a poco hasta que el agua llegaba a las marcas de Plimsoll, momento en que se
consideraba que el barco había llegado a su capacidad máxima, sin importar cuanto
espacio vacío sobraba. El resultado fue que el número de británicos que morían
en alta mar se redujo en gran manera.
Al igual que los navíos, las personas tienen diferente
capacidad en momentos diferentes e incluso en días diferentes. Es así que en
nuestras relaciones debemos trazar nuestras propias marcas de Plimsoll y ayudar
a determinar las de nuestros seres queridos.
Juntos debemos prestar atención a los niveles de carga y,
cuando veamos que nuestro amado se hunde, ayudar a desechar parte de la carga o
ajustarla. Una vez que la nave del amor se encuentre estable nuevamente,
podremos hacer una evaluación de lo que se puede conservar a largo plazo, lo
que puede dejarse para más tarde y lo que debe abandonarse. Los amigos, los
novios y los cónyuges deben tener la habilidad de prestar atención constante a
las presiones de cada uno y de reconocer las etapas cambiantes de la vida.
Tenemos el deber del uno para con el otro de establecer ciertos límites y de
ayudar a deshacernos de ciertas cosas si éstas arriesgan la salud emocional y
la fortaleza de la relación amorosa. Recuerden que el amor puro “todo lo sufre,
todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”, y ayuda a los seres queridos a
hacer lo mismo.
A modo de conclusión: En sus palabras de testimonio finales,
Mormón y Pablo declaran que “la caridad [o el amor puro] nunca deja de ser”
(Moroni 7:46, 1 Corintios 13:8). Tal amor perdura en las buenas y en las malas,
cuando hace sol y cuando hay tormenta. Nunca deja de ser. Cristo nos amó de esa
manera, y es así que Él anhela que nos amemos los unos a los otros, lo cual
queda claro en una instrucción final que dio a sus discípulos de todas las
épocas: “Un nuevo mandamiento os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he
amado” (Juan 13:34; cursiva agregada). Por supuesto, ese poder de perseverancia
como el de Cristo, en el romance y el matrimonio, requiere que demos más de lo
que realmente tenemos, puesto que requiere algo adicional: una dádiva
celestial. Recuerden que Mormón prometió que tal amor, el amor que cada uno
anhela y al cual se aferra, se otorga a los discípulos verdaderos de Cristo.
¿Desean ustedes capacidad, seguridad y protección en el noviazgo y en el
romance, en la vida matrimonial y en la eternidad?.
Sean fieles discípulos de Jesús. Sean Santos de los Últimos
Días genuinos y devotos de palabra y hechos. Crean que su fe tiene que ver en
todo lo relacionado con su romance, porque así es. Separar el noviazgo del
discipulado es riesgoso, o en palabras más positivas, Jesucristo, la Luz del Mundo,
es la única lámpara con la cual pueden ver con éxito el sendero del amor y la
felicidad de ustedes y de su ser amado. ¿Cómo te debo amar? Así cómo Él lo
hace, de la manera que “nunca deja de ser”. De ello testifico, en el nombre de
Jesucristo. Amén.
*Brigham
Young University (1999–2000 Speeches, págs. 158–162)
Élder y Hermana Holland |
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